HIJOS Y PADRES
Muchos padres ante cualquier sintomatología física que detectan en su hijo acuden al pediatra o al médico oportuno para intentar subsanarlo, pero cuando hay emociones de por medio, ¿sabemos cuando es conveniente acudir a un profesional?
¿Será algo normal para su edad o le está suponiendo un excesivo problema y un obstáculo en su desarrollo y socialización?
¿Seremos los padres una ayuda eficaz y suficiente para nuestros hijos?¿Podremos llevarlo a cabo con nuestras herramientas?¿ Lo estaré haciendo bien cómo padre?
¿A qué se debe su bajo rendimiento académico, es simplemente por “vaguería”?
Estoy perdiendo la autoridad con respecto a mi hijo y no sé cómo actuar para recuperarla, siento indefensión y culpabilidad por no poder hacer nada por cambiar su comportamiento, ¿necesitaré también yo ayuda cómo padre?
Seguro que algunas de estas preguntas y otras muchas han pasado por la cabeza de muchos padres.
Es conveniente resaltar que la educación de los hijos puede ser una de las tareas más complicadas, ambiguas y con falta de referencias a las que un adulto puede enfrentarse en su vida.
Hoy nos vamos a centrar en una de ellas, la relación entre padres e hijos, más concretamente cuando existe una relación conflictiva, cuando vemos que nuestro hijo nos está perdiendo el respeto, cuando comienza a reaccionar con agresividad, cuando la violencia verbal o física empieza a resultar algo frecuente en la interacción.
Antes de nada, diferenciar los conceptos de violencia y agresividad.
La agresividad se refiere a un rasgo innato del ser humano, a una respuesta defensiva o territorial de carácter instintivo, relacionada con nuestra pertenencia al reino animal, por lo tanto una repuesta biológica e inevitable relacionada con el impulso de supervivencia.
Mientras que la respuesta de violencia es un concepto más complejo, en el que la intencionalidad de generar miedo o daño y el deseo de ganar poder o control sobre el otro lo hacen algo mucho más evitable y moldeable que la agresividad. Es un rasgo cultural, aprendido, con una funcionalidad evidente, utilizar la fuerza para poder conseguir algo a costa del otro.
Al principio, los primeros gestos de violencia son tan pequeños que ni nos damos cuenta y suelen darse durante una interacción normal, mediante un intercambio de leves conductas agresivas, como ironías, críticas, amenazas muy sutiles ignorando a la otra persona…
La escalada de la violencia suele ser muy sutil y si no se erradica en el momento adecuado, muy rápida y contundente.
Estas señales sutiles, rápidamente se pueden ir convirtiendo en gritos, insultos, desprecios, amenazas, engaños, intimidaciones…continuando la escalada en violencia física, con empujones, golpes hacia mobiliario y hacia los padres…llegando a hacer un uso exacerbado de la violencia.
De ahí, la importancia que ante los primeros gestos de violencia de nuestros hijos, que suelen comenzar bastante antes de la adolescencia y que tienden a ser de tipo verbal y psicológico, debemos saber reaccionar y no dejar pasar por alto cualquier mínima conducta que tenga un indicio de esta violencia, siendo capaces de transmitirles nuestra desaprobación y nuestro enfado , poniendo consecuencias de inmediato por ello.
La violencia , cómo decía anteriormente, tiene una funcionalidad, con lo que si la persona a través de estas conductas consigue algo a cambio y no se castiga, se refuerza positivamente ese comportamiento, por lo que se sus respuestas violentas se van a seguir sucediendo y aumentando en próximas situaciones .
Acumulación de tensión: suelen ser conflictos no resueltos acumulados.
El ciclo de esta serie de conductas violentas suele ser el siguiente:
Los padres nunca deben discutir delante de su hijo sobre una cuestión en la que tengan discrepancias en cómo actuar con él.
Por ejemplo, si el padre considera que su hijo puede ir a casa de un amigo y la madre considera que no puede. Esto no debe de llegar a saberlo el hijo, los padres deberán acordar entre ellos que respuesta darle , y aunque alguno de los padres no esté de acuerdo, deben transmitirle con la misma contundencia aquella decisión que finalmente tomen entre ellos, apoyándola aunque no se comparta completamente.
Cualquier mínima señal que el hijo perciba de indecisión, de desacuerdo o de contradicción entre los padres, va a aprovecharla para poder conseguir aquello que quiera y va a enfrentar a los padres, utilizando la mínima fisura que perciba en estas situaciones.
Los padres han de ser conscientes de ello y mantenerse firmes en una misma postura.
El manejo de las normas y las consecuencias es algo básico y fundamental, al igual que la transmisión de cariño hacia el hijo. Cuando estos dos factores se combinan de forma adecuada las probabilidades de que nuestro hijo “nos salga malo” se reducen al mínimo.
Cuando se combinan dos estilos contrapuestos en los padres, en especial los más extremos, ¡estamos ante una bomba de relojería!